martes, 14 de julio de 2015

EL ROBO DE MUSEOS EN CHILE CONSIDERADO COMO UNA DE LAS BELLAS ARTES


Fernando García Díaz



“El gran ladrón de museos”
(Interesante juego de estrategia)
El objetivo es evitar que  te detecten los avanzados sistemas de vigilancia del museo,  ni los guardias.
 Debes evadirlos a ambos para lograr tus perversos objetivos.

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“Mi intensa virtud
no puede permitir que ocurran tales cosas en un país cristiano”

Thomas de Quincey

 

 
Extracto del libro (en preparación), "MuseoRobado. El robo de museos en Chile considerado como una de las bellas artes".
 

 

Nada hace pensar, en el robo de las mariposas, de Hirst, en un acto verdaderamente artístico. Más bien parece ser un acto desde el vandalismo, desde aquella barbarie que logra comprender que allí adentro hay algo valioso, pero que es incapaz de disfrutarlo, de apreciarlo, de valorarlo. Por ello, si bien no se trata de una situación excepcional en cuanto al robo, sí es destacable la magnitud de lo robado por esta situación.

Fue en el casino de la universidad en donde por primera vez comenté la categoría de robo de museos considerado como una de las bellas artes. Era viernes, al anochecer, con el cansancio de toda la semana acumulado y nadie al parecer había leído a Thomas de Quincey. Hoy quiero suponer que todo ello influyó en las respuestas,  unos sonrieron con sorna, otros se escandalizaron, y yo, como un idiota, me enfrasqué en una desagradable discusión, sin ningún destino, como era obvio desde el comienzo. Todo absurdo. La discusión y las respuestas de mis oyentes.

De partida se trata de un planteamiento serio, digno de ser considerado por las más altas autoridades del pensamiento. Es, lejos, la hipótesis más desequilibrante de la criminología chilena de los últimos 140 años. ¡Y que me perdone Doris y su continuo subcultural! En verdad en criminología sólo Lombroso es más grande que nosotros; pero él estaba equivocado.

Nada más irracional que escandalizarse. Estoy y estaré siempre a favor de la ley, la moral y las buenas costumbres, cualquiera que ellas sean, y puedo afirmar que el robo de museos es una manera incorrecta de comportarse, y, probablemente, muy incorrecta. Jamás le diría al ladrón cómo debe hacerlo para entrar, o el lugar en que se encuentra la obra más valiosa, como por lo demás es el deber de toda persona honesta y bien intencionada, mi caso; pero ejecutado el delito, producido el robo, asaltado el museo, ha llegado la hora del buen gusto y de las Bellas Artes. Tratemos el caso moralmente antes de producirse, pero ya ocurrido, no es el tiempo de llorar sobre la leche derramada, es el tiempo del estudio, del análisis estético, o del antiestético, como han propuesto algunos para el arte moderno. Originalidad, elegancia, armonía, distinción, forma, simplicidad, riesgo, pureza, color, resultado, simetría, son todos ellos conceptos que debemos tener presentes al momento de analizar el robo. ¿O es que sólo el asesinato puede considerarse como una de las Bellas Artes?

Es cierto que no hay ciencia, sino crítica del arte, y algunos podrían, honestamente, cuestionar nuestra afirmación, sosteniendo además que no hay manera de probarla, en términos que sea convincente para todos. Pero ello sólo es posible desde la superficialidad y la ignorancia, por eso, hoy, con más reflexión, no nos sorprende la descalificación y el escándalo. Es propio de los burgueses de Moliere, de quienes, como el perro de Pavlov, han aprendido a salivar al toque de la campana, sin esperar si viene o no la carne, de pequeños intelectuales, de aquellos que opinan y exponen sobre todo, incluyendo aquello de lo que ni siquiera han oído hablar y a menudo cuando además nadie les ha preguntado; en fin, también de moralistas principiantes, de esos capaces de afirmar que están “contra la violencia, venga de donde venga”, como si se fuera lo mismo la violencia de la víctima que la del victimario y la legítima defensa, consagrada en todos los códigos penales del mundo, una invención ilegítima e indeseable, o de quienes pueden repetir hasta el infinito que el fin no justifica los medios, cómo si los medios pudieran justificarse por si mismos o por otra cosa que no fueran los fines, es decir, de gente que no piensa, que como ovejas, se deja guiar por frases ampulosas, llamativas, “políticamente correctas”, pero carentes del más elemental contenido lógico, y aún así, pretenden dictar cátedra desde la sabiduría.

Pero esa conducta no puede torcer nuestras firmes convicciones, esas que sólo poseemos los iniciados en el conocimiento profundo de la conducta humana, ese que sólo se logra con años de estudios de la mente y el cuerpo, como la ciencia lo exige, con años de meditación, como la metafísica cuántica lo requiere. Esos, nosotros, los grandes iniciados, los que siguiendo a Golbrich nos preguntamos qué? por qué? y cómo?, sabemos que el robo siempre ha sido una conducta admirada, aún valorada estéticamente cuando corresponde.

Estimado público. Yo se que aún algunos de Uds. pueden tener dudas sobre estas afirmaciones, pero tengo la certeza que una vez les exponga las múltiples evidencias que acreditan la seriedad de mis planteamientos, sólo podrán asentir, y valorar adecuadamente la genialidad de ellos, (y por supuesto de este modesto expositor).

Hace ya muchos años yo también tuve sentimientos encontrados frente a un robo como el descrito al inicio. Chile, como cualquier país del mundo es una construcción – destrucción social, a la que han contribuido de manera decisiva los hombres que nacieron y vivieron en este territorio; pero también los que llegaron de lejanas tierras. De lo que hemos ido considerando como bienes que poseen un valor excepcional desde el punto de vista de las ciencias, la historia y las artes, constituyen ellos información relevante para la reconstrucción de un proceso que no ha sido fácil, y que a ratos ha logrado ocultar la brutalidad con que se fue desarrollando. El robo de estos bienes culturales, cualquiera que ellos sean, contribuye al proceso de fragmentación de la memoria en que Chile y América Latina se han visto involucrados desde hace ya más de 500 años.

Por un lado, tenía plena conciencia que el patrimonio cultural es en el presente muchas cosas, y todas ellas importantes para nuestros pueblos, que constituye la huella de nuestro pasado y el cimiento desde el cual enfrentar nuestro futuro, que nos permite conocer nuestra historia, identificarnos y reconocernos, que es parte esencial de nuestra memoria, que nos da identidad y pertenencia. Más grave aún, estaba (y estoy) convencido que si desaparece, se va también con él nuestra condición de  grupo histórico, identificado con una tradición y unos valores, y nuestro futuro como pueblo específico. Pero por otro lado, después de un robo, sobre todo si la pieza me gusta, Mr Hyde triunfaba una vez más, y terminaba por agradecer el favor que me habían hecho. Y así, con el sabor del placer culpable aún en la boca, leía completamente la noticia, recorría ávidamente las páginas de la web, me informaba sobre el autor y su obra, si aún no los conocía, seleccionaba la mejor imagen de la pieza robada y rápidamente la incluía en mi “MUSEO ROBADO”.

Hoy no tengo “esos” problemas morales, he entendido que específicamente el robo de museos se encumbra como una obra de arte en si, como el arte de robar el arte, y alcanza las alturas más sublimes del arte como acto comunicativo.

Pero sí tengo otros. Así es, tengo que confesar que aún persisten algunas dudas morales. Y, cuando surgen, mi angustia no es menor. Es que como dijo el viejo Sócrates, con los problemas morales no se trata de una insignificancia, sino de cómo debemos vivir. ¿Deberé efectivamente poner determinada pieza en mi Museo? O dicho de otro modo ¿Habrá sido efectivamente robada? Conozco pintores que han denunciado falsificaciones de su obra simplemente para que se hable de ellos, “para salir en la tele”, para que se les considere dignos de ser falsificados, (y por tanto puedan vender sus obras a mayor precio). ¿No puede un museo denunciar un robo por iguales o similares consideraciones, y en definitiva para que se le considere digno de ser robado? Es una inquietud que he mantenido por años, que crece o disminuye según las circunstancias, y que todavía no he podido dilucidar.

Hoy he aprendido a seguir al maestro al pié de la letra. Y no lo hago, desde el simple principio de autoridad. No. Seguirlo es consecuencia de la más profunda y convincente reflexión filosófica. Hay tres grandes líneas argumentales, indesmentibles e irrefutables, que me permiten concluir como lo he hecho,  la histórica, la ética y la lúdica.

La histórica, que aprendimos de la sabiduría popular, nos recuerda que el robo ha sido mirado y admirado desde hace varios siglos. Esta sabiduría popular, interpretada de manera magistral por la sabiduría comercial, esa que escudriña como obtener hasta el último peso del posible comprador, se manifiesta de múltiples maneras.

Extendida la alfabetización hacia amplios sectores populares como resultado de las revoluciones burguesas, un nuevo y permanente público lector empieza a emerger en el mundo cultural, un círculo extraordinariamente amplio para esos años, que compra y lee. El medio cultural que más amplía el público lector es el periódico, el gran invento cultural de la época. Y es en ese medio, donde, abandonando el terror gótico, la literatura incursiona desde el romanticismo hacia el folletín, el género popular por antonomasia, que más tarde se va a desarrollar como la esencia misma de la cultura popular, en sus diferentes facetas, en la radio, la televisión, o las historietas.

En el folletín, en esa literatura por entregas que inmortalizara a Dumas, Balzac o Stendhal, se producirá la primera verdadera democratización de la literatura. Por primera vez allí el público se encontrará en una nivelación casi absoluta. Se trata de textos y novelas cuyos personajes ya no están en las iglesias o las cortes, sino en el quehacer cotidiano. Por primera vez los escritores podrán vivir directamente de sus obras y no de prebendas o pensiones de filántropos i nteresados.

Es en esa literatura democrática, popular, en donde surge la figura seductora de Rocambole, personaje literario, creado en el siglo XIX por Pierre Alexis Ponson du Terrail, y quien va a dar origen a la tradición literaria de aventureros y ladrones que mejor dan cuenta de la valoración del robo. Arsenio Lupin, personaje en las obras de Maurice Leblanc, Fantomás, protagonista de novelas policíacas escritas por Marcel Allain y Pierre Souvestre y Simon Templar, El Santo, creado por Leslie Charteris, no sólo son dignos sucesores del hoy olvidado Rocambole, sino sus más legítimos herederos. Y todos ellos, personajes de leyenda en la cultura popular, aparecieron en películas, teatro, televisión y comics. Fue en su versión de historieta mexicana en que Fantomas, “la amenaza elegante”, y a quien René Magritte ya había inmortalizado, que millones de lectores lo hicimos nuestro héroe. (Después del robo de “Olympia” en enero de 2012, Magritte debiera estar con gloria y majestad en el MuseoRobado de Bélgica). Y si bien en nuestro país la figura de “Santomas” alcanzó sólo ediciones muy limitadas en la historieta, refleja bastante bien el ladrón como figura heroica.

Hoy mientras escribimos esto, y si tienes un hijo, un nieto o un sobrino pequeño, te recomendamos regalarle un “Lego”, (de "leg godt", en danés "juega bien"), un juguete de la más famosas fábrica de juguetes armables del planeta. ¿Y qué mejor que “Asalto al museo” (563 piezas, colección Lego city, Nº 60008)? Ahora, si el regalo es para adolescentes o mayorcitos, puedes pedir por internet “El gran ladrón de museos”, juego cuyo objetivo es, según sus propios vendedores  “…evitar que  te detecten los avanzados sistemas de vigilancia del museo,  ni los guardias. Debes evadirlos a ambos para lograr tus perversos objetivos”. Y si tu pasión son los juegos on line, nada mejor que el Robo al Gran Museo, (http://game-game.es/135633/) en el que puedes participar, como siempre en estos casos, mediante el adecuado uso de un teclado, para moverte por el interior del Museo, como un ladrón astuto e inteligente, según la promoción que del juego se hace.

Otra prueba de todo lo que afirmamos lo da esa maravilla de la sutileza, la finura y el simbolismo sublimado, que es el cine norteamericano, donde se impone el Ars Gratia Artis, como dice la MGM. Allí, donde la evaluación estética del séptimo arte depende de los millones de dólares recaudados, cada cierto tiempo nos invita a disfrutar de las aventuras que nos brinda el héroe popular Indiana Jones, saqueador arqueológico inspirado en Hiram Bingham, saqueador real que gracias a las indicaciones de Agustín Lizárraga, llegó a Machu Picchu en 1911, de donde se llevó al menos 46.332  piezas a la Universidad de Yale, entre las que hay momias, restos humanos, ceramios, utensilios y objetos de arte. Si queremos ser más específicos, el Museo de Historia Natural de Nueva York es la víctima del robo, en “Robo al Museo”, dirigida por Marvin Chomsky y protagonizada por Robert Conrad y Donna Mills. Y si de seriales  de televisión se trata, siempre profunda, sutil, perpicaz, sagaz, aguda, (después de todo es de origen norteamericana), nos ilumina la incisiva y penetrante serial “White Collar”, en la que su protagonista Neal Caffrey, viene precisamente del mundo de falsificadores y ladrones de piezas culturales.

Adultos y buenos lectores, podemos estar dispuestos a disfrutar de las más de 600 páginas que comprende la biografía de René Alphonse van den Berghe, más conocido como Erik el Belga, audaz megalómano y uno de los más prolíficos ladrones de arte de Europa en el siglo XX, (hoy tranquilo y devoto miembro de la Obra de Dios), o con las "Confesiones de un ladrón de arte"), (en francés 2006, en alemán 2007) en las que Stéphane Breitwieser da cuenta de cómo robó 239 obras de arte, valoradas en más de mil millones de euros, en  172 museos europeos.  Y ni que hablar de las idealizadas aventuras de piratas, que no son sino ladrones de mar.

Desde lo más profundo de la estética (y para nosotros todo esto es profundo), lo primero que nos planteamos es saber si a casi 200 años de las pinturas negras de Goya y casi 100 de “La Fuente”, de M. Duchamp, aún hay quien crea que la obra de arte para ser tal debe imitar a la naturaleza, ser bella, o al menos agradable? ¿O estar colgada o expuesta? Si es así, claramente está equivocado. Incluso un objeto cotidiano, sacado de contexto o alterado en sus dimensiones, y exhibido de forma provocativa puede constituirse en una pieza relevante. La obra es tal si es fuente de conocimiento y de placer estético, si constituye una propuesta de reflexión y nos entrega una idea, si potencia nuestra sensibilidad y logra emocionarnos, si ayuda a lograr nociones más exactas de la vida y la muerte. La obra de arte es obra de la imaginación del artista, es expresión de una sensibilidad que surge a partir de su particular visión de la realidad. La obra de arte es, en fin, obra maestra, si perdura en el tiempo y cada vez que se analiza está abierta a nuevas interpretaciones.

Y que el robo de un museo es una obra de arte, no nos cabe duda. Implica un proceso reflexivo, elaborado, selectivo, e imaginativo, que se manifiesta como testimonio de una realidad, que expresa la libertad del genio, a través de un acto comunicativo, que busca la comprensión del otro, ya sea el destinatario que encargó el trabajo, el intermediario que la revenderá o el juez, que juzga una acción definida como típica, antijurídica y culpable. Desde la pieza como obra, el robo multiplica la temporalidad de ella, le da nueva vigencia, nueva vida, la pone y la propone como objeto de nueva perspectiva. Incluso para quienes transitan por esos “estados alterados de la cultura”, que denuncia Le Monde Diplomatique, el robo puede ser un claro valor, pues la experiencia demuestra que la obra de arte robada aumenta su valor en el mercado, luego cuando es recuperada.

El robo como obra, se perfila también como una estructura independiente, una entidad significante que puede ser coherente, autosuficiente, completa y perfecta en sí misma, una  nueva realidad sustituyente, capaz de constituir un nuevo cosmos que busca respuestas a las interrogantes eternas de la humanidad. El robo como obra desata el intenso deseo de identificación, de protagonismo y la obra más personal plantea la interpretación más personal como desafío. Un buen robo exige algo más que un objeto exhibido y un museo sin protección. La pieza robada, el lugar, el día, la hora, la presencia o no de guardias, de público, en fin, todo ello permiten vibrar con un hermoso robo.  Su simbolismo puede llegar a ser intenso, tal vez misteriosamente oculto tras una simplicidad aparente. Y si la obra es significada como grandiosa, si ya escapó de su autor, como el robo de La Gioconda desde El Louvre, o el del Retrato del Duque de Wellington, desde la National Galery de Londres, o el de El Huaso y la Lavandera, desde nuestro modesto Museo Nacional de Bellas Artes, pasa a constituir algo que permanece, que lejos de circunscribir el horizonte de sentidos que la pieza robada representa, se proyecta hacia una comprensión del devenir cultural. El arte contemporáneo se pone al servicio de la reflexión social y por ello, la función del artista, como ha dicho nuestro San Francisco “Papas Fritas” Tapia “…es influir en la realidad y hacernos cargos de las problemáticas sociales”. ¡Y todo eso y mucho más nos lo da el robo de museos!

No olvidemos además que es obligación del Estado, tanto por disposición constitucional, como por la suscripción de tratados internacionales, el promover la cultura y el arte, y en este caso, ¡qué duda cabe!, frecuentemente se hacen ingentes esfuerzos por cumplir dichos compromisos.

 (Aunque si he de ser sincero, -y que mi familia no escuche estas últimas líneas- todas estas reflexiones surgieron después que estaba ya instalado mi Museo. Porque como dice Wagensberg “El saber no ocupará espacio, pero lo que es tiempo…”

¡Y por dios que he perdido el tiempo en todo esto!).

 Gracias por su atención y buenas tardes.

 

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