Fernando García Díaz
Según sabemos hoy, el ácido
desoxirribonucleico, ADN, constituye la molécula fundamental de la vida. Todos
los organismos vivos están estructurados en base al ADN y de esa molécula
derivan, directa o indirectamente, todas las sustancias que componen dichos
organismos.
En 1953, Watson y Crick identificaron
lo que hoy se entiende definitivamente como la estructura tridimensional del
ADN, consistente en la conocida imagen de la
escalera de caracol, (doble hélice). En síntesis, cuatro nucleótidos
forman la escalera, (Adenina, A; Timina, T; Citosina, C; Guanina, G), en la que
las columnas se integran por fosfatos y azúcares intercalados, y cada peldaño
por 2 bases nitrogenadas, que se unen entre sí de manera exclusiva (A con T y C
con G) por puentes de hidrógeno.
Durante milenios, múltiples ideas, no
sólo erróneas, sino también contradictorias, sirvieron de explicación para el
fenómeno de la herencia. Algunas de ellas tuvieron especial significación, ya
sea por su efecto en el mundo científico o por sus influencias en el ámbito
social o jurídico.
Una de aquellas ideas, que encuentra su
origen más directo en el pensamiento de la antigua Grecia, señalaba que las
características hereditarias se trasmitían a través de la sangre. Según
filósofos de aquella época, era la sangre el fluido a través del cual los
padres trasmitían a sus hijos sus rasgos característicos.
Estas ideas, hoy probadamente erróneas,
se mantuvieron vigentes hasta la segunda mitad del siglo XIX y han perdurado en
el leguaje social y jurídico. “Sangre real”, “sangre azul”, “mezcla de sangre”
son algunas de las expresiones que aún subsisten, como expresiones sociales que
buscan explicar algún fenómeno o peor aún, justificar alguna discriminación.
Jurídicamente estas viejas ideas se manifiestan en la tradición del parentesco
“por consanguinidad”, del cual da cuenta nuestro propio Código Civil, que en su
artículo 28 lo define como “... aquel que existe entre dos personas que
descienden una de otra o de un mismo progenitor, en cualquiera de sus grados”.
Una afirmación distinta, compartida por
hombres de ciencias desde Hipócrates (450-377 a C.), padre de la medicina, hasta Darwin
(1809 - 1882), postulaba la pangenesia. Según ella, “el semen masculino se
formaba en todas las regiones del cuerpo y desde allí fluía hasta los
testículos. Cada tipo de semen era portador de las características de la región
del cuerpo donde se había formado, por lo que, en principio, la mezcla debía
ser capaz de reconstruir al padre. Ahora bien, cuando la mujer era fecundada,
recibía una fracción de dicha información y el hijo desarrollaba una mezcla de
caracteres propios de ambos progenitores. Cuanto más esperma recibiera, mayor
sería el parecido a su padre, cuanto menor fuera la cantidad de esperma que
entraba en el seno materno, más parecido sería a la madre”([1]). De este modo, la forma
de mi cara afectaría la forma de la cara de mis hijas, y la forma de mis pies
las de los de ellas, etc.
Una afirmación, aún más extraña para nuestro actual
pensamiento, postulaba la teoría de la “generación espontánea”, esto es, que
los seres vivos podían surgir de la materia inerte. Así por ejemplo, el biólogo
flamenco Jan Baptiste von Helmont, señalaba en 1667 que “Si se mete un trozo de
ropa interior, mojado de sudor, junto con un poco de trigo en una jarra de boca
ancha, al cabo de unos veintiún días el olor cambia, y el fermento que procede
de la ropa interior penetra en las espigas de trigo y lo transforma en
ratones”([2]).
Fue necesario entonces conjugar una
serie de conocimientos, primeramente existentes muy separados, para lograr una
aproximación al pensamiento científico existente cincuenta años atrás, cuando
se descubre la estructura de la doble hélice. Muchos de estos conocimientos se
gestan de manera definitiva, durante los años sesenta del siglo XIX.
En febrero de 1865, en París, la Academia Francesa
de las Ciencias aprobaba un informe que demostraba, mediante detallados
experimentos realizados por Louis Pasteur, (1822-1895) que la vida no surgía
espontáneamente. Los trabajos dejaban meridianamente claro que todo organismo
vivo provenía de otro similar. De este modo, la teoría de la generación
espontánea, que había sido compartida por destacadas autoridades científicas de
otros tiempos, encontraba su certificado oficial de defunción.
En esos mismos días, en febrero la
primera sesión y en marzo la segunda, de 1865, a unos pocos cientos
de kilómetros, un monje benedictino, Gregor Mendel, (1822 - 1884) exponía en
Brünn, pequeña ciudad del entonces Imperio Austro Húngaro, sus descubrimientos
sobre las leyes de la herencia. Publicadas al año siguiente, en las “Actas de la Sociedad Brünn para
el Estudio de las Ciencias Naturales”, esos conocimientos no alcanzarían la
aceptación de aquellos de Pasteur, sino hasta más de treinta años más tarde.
Sólo a principios del siglo XX su obra iba a ser verdaderamente valorada,
sirviendo de estímulo a nuevos y más avanzados experimentos. En verdad como ha
dicho el profesor Shapiro “¿Qué es lo que logró Mendel? Simplemente captar un
fragmento de la ciencia del siglo XX y ponerla por escrito con treinta y cuatro
años de anticipación”([3]).
El tercer descubrimiento y sin duda el
que parece más directamente relacionado con el tema que nos preocupa, es el
descubrimiento mismo del ácido desoxirribonucleico, realizado en Basilea,
Suiza, por el bioquímico Johann Friedrich Miescher.
En 1869, Miescher descubre que
utilizando enzimas digestivas el núcleo de los glóbulos blancos de la sangre
-extraídos de vendas con pus del hospital local- revienta y deja escapar su
contenido. Basándose en que provenía del núcleo, Miescher llamó
"nucleína" a esa sustancia química, rica en fósforo, que había
logrado obtener. Veinte años después, en 1889, otros químicos logran eliminar
las proteínas contenidas en la sustancia proveniente del núcleo, purificando
así más la "nucleína" y obteniendo una sustancia gomosa y levemente
ácida. Por primera vez se habían aislado genes humanos, pero era necesario que pasaran
muchos años antes que se descubriera el verdadero significado de esa sustancia.
En verdad en esa época nadie veía en esa sustancia la responsable de la
herencia.
Conocido sí que los factores de la
herencia se encontraban a nivel celular, la diversidad manifestada por las
proteínas aparecía ya asombrosa. Se sabía que estaban integradas por
aminoácidos, y formaban moléculas de miles de tipos diferentes([4]). La aparente simplicidad
del ADN en cambio, hacía que muchos vieran en él una sustancia incapaz de
trasmitir una información tan variada como la que decía relación con la
herencia. Hasta ese momento, la gran mayoría de los científicos veían en las
proteínas a las responsables de la herencia. De hecho, Miescher, Kossel y
Levene, los tres científicos más importantes en
relación con el ADN, anteriores a Avery, creían que la herencia se trasmitía a
través de las proteínas.
Hacia 1940, la bioquímica había dado
grandes pasos. No sólo se conocían todos los componentes químicos del ADN, sino
más aún, el bioquímico de origen ruso, Phoebus Levene, radicado en USA desde
1891, había logrado demostrar “... que los tres componentes estaban ligados
entre sí por uniones o enlaces químicos en el siguiente orden: fosfato, azúcar, base, actuando el azúcar como una
especie de puente entre el fosfato y la base. Llamó a esa unidad nucleótido, y
sostuvo que el ADN estaba compuesto por varios nucleótidos ensartados juntos
como las cuentas de un collar”([5]). Y sin embargo hasta ese
momento nada se sabía fehacientemente sobre su función.
Un problema planteado en 1928 por Fred
Grffith, microbiólogo inglés, y resuelto recién en 1944 por Oswald Avery, y sus
colaboradores (Colin McLeod y Maclyn Macarty), vino a cambiar esta visión.
Ellos extrajeron el ADN de un tipo de
bacterias y lo introdujeron en otras. Estas últimas no sólo adquirieron las
características de las primeras, sino que además transmitieron dichas
características a las generaciones posteriores.
Sólo en 1944, gracias a los trabajos ya
indicados se estableció con certeza que era el ADN el responsable de la
transmisión hereditaria y no las proteínas como se creía hasta ese momento.
Con acierto se ha dicho que el
verdadero cambio de paradigma, en el más puro concepto de Kuhn([6]), comenzó con estos
trabajos. Avery y colaboradores fueron los primeros que orientaron las
investigaciones en materia de herencia hacia el estudio del ADN como sustancia
fundamental. Pero la fuerza repetitiva de la “ciencia normal” resultó demasiado
poderosa, y a pesar de la experiencia, muchos no creyeron en los resultados de
Avery, y mantuvieron la hipótesis de que eran las proteínas las responsables de
la transmisión de la herencia. Van a ser necesarios los resultados de Alfred
Hershey y Martha Chase, en 1951, para que definitivamente se abandone la
hipótesis de las proteínas y las investigaciones sobre el “elemento
transformador” se dirijan todas al estudio del ADN.
A fines de 1952 sobre el ADN se
conocían todos sus componentes, el orden en que se presentaban y en lo esencial su función de transmisor de la
herencia. Pero nada se sabía de su estructura tridimensional. Diversos
especialistas trabajaban en la búsqueda de esa estructura. Para alcanzarla, la
técnica que parecía más eficiente era la cristalografía de rayos X o también
llamada difracción de rayos X. Susan
Aldrige, destacada científica inglesa, escribiendo para la editorial de la U. de Cambridge resume de la
siguiente manera el procedimiento “... la cristalografía de rayos X se basa en
la interacción de los rayos X con los electrones que rodean a los átomos en un
cristal. Un haz de rayos X es dirigido hacia el cristal, y cuando alcanza sus
objetivos, la interacción hace que el rayo se desvíe de su dirección original.
Si el cristal está rodeado de papel fotográfico (que responde a la presencia de
los rayos X) el papel registra un patrón de
puntos formado por los rayos X desviados. Mediante el análisis
matemático de este patrón se calcula la disposición tridimensional de los
átomos en el cristal, obteniéndose así una buena imagen de la forma global de
la molécula”([7])
Cuando en 1953 Watson y Crick proponen
la estructura tridimensional de éste, lo hacen existiendo ya una gran cantidad
de información previa.
Siguiendo la técnica mencionada, en
1938 William Atsbury obtuvo la primera fotografía del ADN. Los trabajos más
relevantes en esta técnica, a principios de los años 50 estaban siendo llevados
a cabo por Maurice Wilkins y la
Dra. Rosalin Franklin, en el King´s College de Londres.
Por su parte, Erwing Chargaff, químico
austríaco, analizando la estructura de la molécula de ADN, había logrado
demostrar que las bases nitrogenadas se encontraban siempre en una determinada
proporción entre sí. En 1950 publica un trabajo que establece que la cantidad
de A era siempre igual a la de T, y la de C igual a la de G, cuestión conocida
más tarde como “proporciones de Chargaff”.
La hélice como posibilidad de
estructura en moléculas biológicas había sido propuesta por Linus Pauling, sólo
que en su modelo de ADN, las bases nitrogenadas estaban dirigidas hacia el exterior
de la molécula.
Ni Watson ni Crick debieron realizar
experimento alguno para alcanzar su propuesta. Todos los conocimientos
esenciales estaban ya alcanzados, sólo fue necesario que de manera brillante y
creativa, coordinaran los avances logrados hasta ese minuto por otros autores.
El ADN es la molécula fundamental de la
vida, porque lleva en su estructura la información hereditaria que determina
las características y funciones esenciales del organismo.
“Deseamos sugerir una estructura para la sal
del Ácido Desoxirribonucleico (A.D.N.). Esta estructura tiene aspectos
novedosos que son de un interés biológico considerable”([8]), dice el primer párrafo
del trabajo publicado en abril de 1953. Seguramente ni ellos, ni nadie pudo
prever que el interés del artículo iba a trascender la biología, para cubrir la
literatura, la filosofía, el arte, el derecho y transformarse en uno de los
grandes paradigmas del siglo XXI.
El trabajo de Watson y Crick empieza
refiriéndose a la estructura propuesta por Pauling y Corey, consistente en tres
cadenas entrelazadas, con los fosfatos cerca del eje y las bases hacia fuera,
así como al modelo de Frazer, más cercano a la realidad, que si bien ubica las
bases hacia el interior, unidas por puentes de hidrógeno, también propone una
estructura con tres cadenas.
El modelo construido James Watson y
Francis Crick, muestra la hoy famosa cadena, muy regular, integrada por dos
hebras que forman una doble hélice([9]). Las hebras contienen
grupos alternantes de azúcar y fosfato, unidos a su vez a bases nitrogenadas,
orientadas hacia el interior de la cadena. La estructura helicoidal se mantiene
gracias a enlaces de hidrógeno existentes entre las cuatro diferentes bases,
(A), (C), (G), y (T).
Las cuatro bases, están unidas a este esqueleto de azúcares y
fosfatos en diferente orden, llamado secuencia. Esta variabilidad hace
distintas y específicas las moléculas del ADN.
Las bases son las responsables del
apareamiento entre las dos hebras que componen el ADN. El apareamiento es específico
puesto que A se aparea sólo con T y G sólo con C. La especificidad del
apareamiento permite deducir la secuencia de una cadena si se conoce la de su
compañera. De las secuencias y las cadenas opuestas se dice que son
complementarias. La complementariedad de los pares de bases hace que todos los
grupos de azúcar y fosfato tengan la misma orientación y permite al ADN tener
la misma estructura con cualquier secuencia de bases. La cantidad presente de
estas bases no es proporcionalmente igual en el genoma, existiendo sí ciertos
patrones para cada especie([10]).
La complementariedad del ADN despertó
gran interés; se propuso enseguida que las dos cadenas de la doble hélice deben
ser consideradas como un par de moldes, positivo y negativo, cada uno de los cuales
determina a su complemento, y capaces por tanto de generar dos moléculas hijas
con secuencias idénticas a las de la molécula parental. Si el ADN se replicara
así, el proceso podría confirmarse demostrando que las cadenas parentales se
separan antes de replicarse y que cada molécula hija contiene una de tales
cadenas.
La identificación de la doble hélice
del ADN permitió precisar la hipótesis de un gen para cada proteína. “El genoma
es el conjunto de genes presentes en un organismo y un gen no es más que un
segmento de ADN que codifica una proteína”([11]).
Siguiendo este planteamiento, cada gen
representa una cadena compuesta por una serie ordenada de nucleótidos, capaces
de codificar una cadena ordenada de aminoácidos, que en conjunto forman la
proteína. Es decir, la secuencia de ADN que representa una proteína es lo que
se denomina gen([12]).
La relación existente entre la secuencia de ADN y la secuencia de la proteína
responde a lo que hoy se conoce como código genético.
Según hoy podemos apreciar, en la mayoría
de los organismos vivos, incluyendo los seres humanos, la masa interior de la
célula se divide entre un núcleo, cuerpo esférico limitado por una membrana, y
el citoplasma que lo rodea (organismos eucariontes). En el núcleo de la célula,
enrollado en torno a una serie de proteínas llamadas histonas, se encuentra el
ADN. El conjunto de ADN e histonas es lo
que se conoce con el nombre de cromosoma.
“El genoma humano -todo el conjunto de
los genes humanos- viene empaquetado en veintitrés pares de cromosomas
distintos. De éstos, veintidós pares están numerados aproximadamente por orden
de tamaño, desde el más grande -número 1- al más pequeño -número 22- en tanto
que el par restante consta de los cromosomas sexuales: dos grandes cromosomas X
en las mujeres, un X y un pequeño Y en los hombres. En tamaño. El X se sitúa
entre los cromosomas 7 y 8, mientras que el Y es el más pequeño”([13]).
Pero en verdad, también existe ADN en
las mitocondrias, estructuras biológicas de cantidad variable, dispersas en el
citoplasma, cuya principal función es producir, transformar y almacenar
energía. Sólo que este ADN, más que pertenecer al individuo, parece pertenecer
a la propia mitocondria. Su importancia, en todo caso, para los efectos de
estas materias, es relevante.
En el núcleo la información genética
reunida proviene de ambos progenitores, en las mitocondrias en cambio, dicha
información sólo proviene de la madre.
La secuencia de bases que forman el
genoma humano ha sido comparada en múltiples oportunidades con un gran libro en
el que se encuentra escrito el destino de cada individuo. Los nucleótidos
forman cada una de las letras, tres nucleótidos, o sea un aminoácido, forman
las palabras, y una seguidilla de aminoácidos, es decir una proteína, forman la
frase. Cada cromosoma es un capítulo. Va a depender del orden en que se agrupen
los nucleótidos el contenido de esos textos.
Sin embargo no todo el genoma induce o
es capaz de ordenar que se produzca la proteína. Existen segmentos de ADN cuya
función aún es desconocida, sabiéndose si, que no inducen proteínas, o en un lenguaje más preciso, que no
“codifican” para proteínas. Desde el mundo de la genética, y hasta ahora, esa
es la zona menos relevante. Desde la perspectiva de los exámenes genéticos
destinados a identificar una persona, es precisamente este ADN no codificante
el que presenta la mayor significación, porque es el que presenta la mayor
variabilidad.
Esta variabilidad parece corresponder a
una lógica muy precisa. Cuando las mutaciones suceden en el ADN codificante, ellas
concluyen alterando directamente la producción de alguna proteína, lo que puede
traer consecuencias nefastas para el organismo, como la muerte o la enfermedad, según la importancia de la
proteína mutada, lo que en definitiva se traduce en una menor posibilidad de
sobrevivencia de la mutación.
Por el contrario, si estas variaciones
se producen en una zona que no codifica proteínas, y más allá de un efecto
genérico de “estabilidad”, que pudiera cumplir,
la consecuencia de una mutación generalmente deberá ser de inferior
magnitud, o quizás ninguna.
El rol del ADN no codificante hasta hoy
se discute, pero si en algún momento se estimó que carecía de importancia –y se
llegó a hablar de ADN basura para referirse a él- hoy se prefiere hablar de ADN
silencioso, sin que sus funciones estén claramente determinadas. Todo indica,
eso sí, que cumple funciones importantes.
[1] CARDONA PASCUAL, LUIS, “Genética. De Darwin
al genoma humano”, editorial océano, Madrid, 2002, pág. 13.
[2] Cit por SHAPIRO, ROBERT “La impronta humana. (La
carrera por desentrañar los secretos de nuestro código genético). Acento,
editorial, Madrid, 1993, pág. 9
[3]
SHAPIRO, op. cit. pág. 17
[4]
Hoy se sabe que una típica célula bacteriana puede “...contener cerca de 3000
proteínas diferentes, mientras que una célula humana podrá poseer entre 50.000
y 100.000”
ALDRIGE, SUSAN , “El hilo de la vida. De los genes a la ingeniería genética”,
Cambridge, University Press, Madrid, 1999 pág. 23
[5]
ALDRIGE, SUSAN, op. cit., pág. 21
[6]
véase KUHN, T. S. “La estructura de las revoluciones científicas”, Breviarios,
F.C.E., 2º reimpresión en Chile, 1996
[7] ALDRIGE, SUSAN , op.cit. pág. 29
[8] WATSON, J. D.
y CRICK, F. H. C., Molecular structure of nucleic acids: a structure for desoxyribose
nucleic acid. Nature,
171, 737 738, 1953.
[9]
“Hélice”, en el sentido de la geometría “curva de longitud indefinida que da
vueltas en la superficie de un cilindro formando ángulos iguales con todas las
generatrices” (Diccionario R. A. E.)
[10]
"En el ADN humano, el 30,9 % del contenido en bases lo conforma la A , mientras que en la levadura,
sólo el 27,3% de las bases corresponde a A", ALDRIGE, SUSAN, op. cit, pág. 28.
[11]
CARDONA PASCUAL, LUIS, “Genética. De Darwin al genoma humano”, editorial
océano, Madrid, 2002, pág. 40.
[12]
Esta afirmación, aceptada mayoritariamente por los biólogos moleculares, ha
sido cuestionada por algunos genetistas, para quienes lo que determina la
naturaleza del gen, en la más pura tradición mendeliana, es su potencialidad
funcional y su naturaleza hereditaria, más que su estructura
[13] RIDLEY, MATT, “Genoma. La
autobiografía de una especie en 23 capítulos”, Traducción de Irene Cifuentes,
Editorial Taurus, Quinta edición, octubre de 2001, pág. 15.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario